Con mi mas profundo pésame, tristeza y dolor, comparto con ustedes el texto que escribí para la seño Sofía, mi maestra de tercer año de primaria.
Hace muchos años escribí un texto titulado “La torta”. En en el hablo de una niña llamada Paulina que nunca llevaba torta para el recreo. Es obvio que lo que le sucede a la protagonista me sucedió a mí, de allí que aún conserve este recuerdo tan vivo en mi memoria. En estos días de recuerdos, pensé en la seño Sofía, mi maestra de tercer año de primaria. Al evocarla no pude evitar acordarme de una de las vivencias más entrañables que tuve durante la primaria.
Los motivos por los cuales, efectivamente, no llevaba torta al colegio corresponden perfectamente a una niña de 10 años con los prejuicios e inseguridades propios de esa edad y de esa época. Entonces ser yegua fina del Colegio Francés era un must que no se podía privar ninguna niña bien. Por absurdo que parezca el tipo de torta que se llevaba marcaba un status. Había dos categorías de alumnas, las que llevaban lonchera con un sándwich de jamón y las que llevaban una simple torta de bolillo metida en una bolsa de pan. Por eso, prefería no llevar, porque justo esa mañana ya se había terminado el pan Bimbo; porque ya se había terminado la cajeta y me rehusaba a llevar una torta de huevo revuelto; porque en lugar de que me la envolvieran con papel encerado, la metían en una bolsa vieja de la panadería Colonial; y porque, naturalmente, no tenía una lonchera escocesa con termo como mis compañeras más ricas, que por cierto también eran dueñas de una camionetota cuya parte inferior estaba cubierta de madera como las que salían en la publicidad de la revista Life de 1955. Cada mañana al entrar al salón de clases muy formaditas, las 31 alumnas que conformaban tercer año B, debían depositar su respectiva torta o lonchera en el interior de un cubo de madera de color rosa. Cuando me tocaba pasar frente a aquel cajón, invariablemente, sentía que mi estómago se me encogía de rabia y de tristeza. A cualquier edad es horrible sentirse pobre, pero a los 10 años, una se quiere morir de vergüenza. Recuerdo que tenía la impresión de que toda la clase, incluyendo la maestra, se daba muy bien cuenta de que yo era la única que no llevaba torta.
Cuando faltaba media hora para que tocara la campana del recreo, empezaba a sentir mi estómago vacío. Sentía un hambre pavorosa, confundida con mucha ansiedad. “Juro por Dios que hoy sí no lo hago”, repetía una y otra vez en tanto hacía lo posible por escuchar a la seño Sofía. Pero por más que trataba de concentrarme, más sentía un hueco que conforme pasaba el tiempo, más se hacía hondo y profundo. Por allí, por ese huequito escuchaba salir una voz que me decía: “Tengo hambre, me muero de hambre”. Cada dos minutos miraba hacia el reloj del salón de clases. El tiempo se hacía eterno. Cuando finalmente marcaba las 10 y media, sentía que el corazón me iba a estallar.
“Bueno, niñas, seguimos después del recreo”, apuntaba la maestra al mismo tiempo que cerraba su libro Geografía General de Tomás Zepeda. Nuevamente, formaditas las alumnas, pasábamos frente al cubo de las tortas, para que cada una tomara la suya. Formada hasta la última de la hilera, veía desde donde me encontraba cómo poco a poco avanzaba la fila. Cuando apenas faltaban ocho o cinco chicas (como nos llamábamos entre todas), empezaba a sudar de las manos. Sentía que me faltaba la respiración.
“Juro que hoy sí no lo hago”, seguía diciéndome mentalmente mientras daba un pasito y luego otro hasta que, de repente, me encontraba justo frente al cubo. “¡Tómala, llévatela!”, me decía una voz que seguramente era la del diablo. ¿Por qué nunca me habló en esos momentos mi ángel de la guarda? Lo ignoro. El caso es que obedecía como si hubiera estado hipnotizada. En un dos por tres, mi mano derecha se precipitaba sobre una de las pocas tortas que quedaban y la tomaba. Más bien me la robaba. Todo sucedía tan rápido.
Estaba convencida de que nadie se había dado cuenta. Con la cabeza ligeramente inclinada y caminando lo más rápido posible, atravesaba el patio hasta meterme a uno de los baños. Allí, con la puerta bien cerrada, me atragantaba, literalmente, con la torta robada. Eran tanta mi culpa y mi angustia que mi paladar no advertía si se trataba de una torta o un sándwich; si era de jamón o de paté. A veces hasta me la comía con todo y envoltura. La masticaba a toda velocidad y miraba de un lado a otro recordando las palabras de la monja de catecismo, Madame Goretti: El Niño Dios siempre nos mira. El está por todas partes y vigila nuestros actos. El es al único que no podemos engañar. Tenía la impresión de que los ojos azules del Niño Dios me estaban observando. Perdóname, ya no lo vuelvo a hacer, me disculpaba a la vez que jalaba la cadena del excusado por donde
desaparecían los restos de la envoltura de la torta. (Eso sí nunca me robé ninguna lonchera, o termo. A pesar de mis malas costumbres tenía mi pequeño código de ética). Al salir del baño, había saciado mi hambre pero había pecado, una vez más, contra el mandamiento No robarás. De regreso a casa, cuando iba en el camión, me sentía triste y decepcionada por mi pobreza, no nada más por lo que se refería a mis finanzas, sino con la pobreza de espíritu: Soy una ladrona de tortas. Soy una pecadora. Por mi culpa una compañera mía se quedó sin su torta. Si sigo por este camino, terminaré como una ladrona de verdad. Con el tiempo robaré torterías, joyas y hasta bancos.
No sólo de pan vive el hombre, entonces, ¿por qué no me puedo aguantar mi apetito? ¿No sería más fácil si llevara algo para comer? Aunque sea unas galletas de animalitos o saladas o lo que sea, pero mañana sí llevo torta.
Pero al día siguiente se repetía la historia; llegaba al colegio sin torta y terminaba por robarme una. He de decir que, salvo esa terrible debilidad, era una alumna bien portadita. Todas las tardes hacía mi tarea y estudiaba mucho para no reprobar, otra vez, tercer año. Además, adoraba a la seño Sofía. De todas, era la primera que creía en mí. Tú puedes, me decía cada vez que se acercaban los exámenes. Pero, de alguna manera, esta confianza me hacía sufrir, me hacía sentir profundamente culpable. Ella cree en mí, cuando en realidad soy una vil ladrona de tortas, pensaba angustiada.
Finalmente, llegó el día de los premios de fin de año. Ya sabía que había pasado de año. Lo que no sabía es lo que sucedería durante la entrega de premios. Me acuerdo perfecto. Todavía me veo con mi uniforme azul marino, mi cuello y puños blancos muy bien almidonados. De pronto, escuché mi nombre: “Médaille de Politesse pour…”. No lo podía creer, ¿me estaban dando la medalla de buena conducta? ¿Cómo era posible si ésta nada más se entregaba a una alumna de primaria, una de secundaria y una de preparatoria? ¿Cómo era posible si para merecerla había que haber tenido una conducta ex-ce-len-te los 365 días del año? ¿Cómo era posible si para decidir qué alumna la merecía realmente, hacían una encuesta con todo el profesorado del colegio, incluyendo al jardinero, al chofer y al personal de la entrada? ¡No lo podía creer y sin embargo, era cierto! Frente a todo el colegio, la madre superiora me colocó sobre mi cuello blanco, la única medalla que he obtenido en mi vida.
Al salir del salón de actos, busqué a mi seño Sofía. Necesito hablar con usted, le dije con un nudo en la garganta. No merezco esta medalla. Todos los días me robaba una torta. La maestra me miró con sus ojos azules: No te la robabas, te la traían…, me corrigió.
Muchos años después me enteré de que Sofía Miaja, mi maestra de tercero, era la que me llevaba, todos los días, una torta para el recreo.